Este es el relato ganador del Premio Literario Serranía de Guadalajara. ¡Espero que disfrutéis leyéndolo!
Latidos de Serranía
Sus ojos castaños y hondos nacían
con el río. Podía ser el Jarama, el Lozoya o el Sorbe, los de aguas cristalinas
y millares de historias de amor y desamor. Allí estaba ella, cuerpo grácil y
bronceado, sumergiéndose entre guijarros empapados y truchas juguetonas. En la
orilla, bajo la sombra de un tejo enamorado del abedul, yacía una toalla de
Daisy y Peter Pan. Mi cuento de Disney estaba arrancando, y yo lo intuía.
La observé a unos metros. Su
mirada se cruzó con la mía. Ruborizado por mi endémica timidez, alcancé a
balbucear un hola ensimismado, frágil, inocente. Ella sonrió, probablemente
consciente de que me había fascinado.
-Soy Lorena. ¿Cómo te llamas?
Yo me llamo Juan. Me lo tuve
que repetir diversas veces, porque con los nervios casi me olvidé de mi propio
nombre. Mientras respondía, la seda esponjosa de su cabello envolvía su busto
por efecto de una brisa súbita, invitada por sorpresa al encuentro. Las piernas
de Lorena eran robustas, piernas de chica serrana, firme y resuelta. Seguro que
había practicado deporte. Acaso en el macizo del Pico del Lobo-Cebollera, quizá
en el Macizo de La Tornera-Centenera, en las Sierras de Concha y de La Puebla.
Por qué no en la Sierra Gorda. Yo conocía esos parajes íntimos y recónditos.
Asaltaron a mi memoria flashes diversos, salpicaduras de plétoras de
excursiones y correrías, matutinas, vespertinas e incluso nocturnas, bajo el
tórrido sol o la languidez nostálgica de la luna.
En esos segundos admirando a
Lorena imaginé que nos adentrábamos en la Sierra de la Tejera Negra, esa
Buitrera de aventuras infinitas, o que recorríamos la Sierra de Alto Rey, o la
Sierra del Ocejón, la de los vallejos y las caricias a la loma de las
Piquerinas. Entonces, ella me preguntó si yo era de la zona. Le respondí que era
como si lo fuera, ya que veraneaba allí desde hacía algunos años y me encantaba
investigar, caminar, trepar, sentir y unirme a cada metro de esos parajes. Me
comentó que ella era de la sierra, pero de la andaluza, de Aracena y los Picos
de Aroche. Su dulce acento y su magnética gracia me hipnotizaron ipso facto.
Además, se mostraba enormemente simpática y curiosa. Me preguntó por otros ríos
o riachuelos donde poder zambullirse.
Y le comencé a explicar,
impregnado de su aroma a acebo y pino albar, que la serranía de Guadalajara era
un homenaje a la flora y a la fauna, que era una sinéresis de cuerpo y alma,
que era un pulmón de algodones en nube, de hechizos impensables y de mariposas
ingenuas. Le describí el Jarama y el Bornova, otras fuentes de ese Tajo de
poemas y libros olvidados, de besos en silencio y suspiros en letargo. La
invité a descubrir los saltos del Berbellido, los enjambres del Ermito, la
sinuosidad del Sonsaz, la alegría del Pelagallinas o el lapislázuli del San
Cristóbal. Y, mientras le explicaba y explicaba, me imaginaba buceando a su
lado en el agua fresca, combatiendo la canícula y descubriendo pieles
azucaradas y el pálpito de la vida.
Y los ríos y las piedras, los
ríos y las rocas, van de la mano. Le generé curiosidad para conocer la fiebre
de la plata de Hiendelaencina, con sus minas argentíferas que la popularizaron
allende la encina. Le interesaron las cuarcitas y los gneises, los filones de
cuarzo, los sulfuros de oro y plata. Lorena estaba boquiabierta, y yo me sentía
como nunca antes, como un profesor explicando la lección a una alumna
inteligente y sublime. Le narré mis peripecias pretéritas en El Cardoso de la
Sierra, los avistamientos de corzos, jabalíes y zorros y los misteriosos aullidos
del lobo ibérico, omnipresente, deslizándose entre hayas, serbales y cantuesos.
Mientras conversábamos, nos
observaban, indagadoras, una salamandra común y un tritón jaspeado. De pronto, nos
sobrevoló un águila perdicera, a buen seguro radiografiando los movimientos de alguna
presa desprevenida. Lorena quedó prendada por el singular y majestuoso vuelo
del águila. El cielo de la Serranía de Guadalajara es una fiesta de ascensiones
solemnes y descensos vertiginosos, de zigzagueos en grupo o de esprints en
solitario, de lienzos irrepetibles ante el silencio de la ensenada. Amo el
cielo de la sierra, como lo aman el acentor alpino, el roquero rojo o el pechiazul,
e incluso el alcaudón dorsirrojo. Lorena me preguntaba, y entre las olas de su
voz me embelesó el rojo intenso de sus labios, intensidad de aguas eternas. Y,
empujado por un no sé qué irresistible, la besé, mientras se acariciaban
suavemente nuestros latidos. Latidos de naturaleza. Latidos de tierra. Latidos
de Serranía.
Dr. Joan-Francesc Fondevila-Gascón
Que bonic!!!!! Espectacular!!!!! Felicitats, Catedràtic i Doctor Fondevila!!!!!
ResponderEliminarMoltes gràcies!!!!!
Eliminar¡Insuperable! ¡Qué sentimiento tan profundo! ¡Enhorabuena por el Premio, Joan Francesc!
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarPreciós! Felicitats!
ResponderEliminarMoltes gràcies!!!!!
EliminarDOCUMENTADO,POÉTICO,LITERARIAMENTE PERFECTO....CONGRATULATIONS¡¡¡
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarQue sensible i emotiu! Sublim! Felicitats, Joan Francesc!
ResponderEliminarMoltes gràcies!!!!!
Eliminar¡Genial!
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
Eliminar¡Belleza pura! ¡Impresionante! ¡Felicidades!
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
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